Amor de cuarentena


Mientras todo acontecía en nuestra ausencia, el mundo paró durante días, tristes, vacíos, sin corazón.
Entre la monotonía y el desaliento, todo negro. El amor como todas las cosas encuentra caminos que solo el agua puede seguir. El agua entra en grietas que no existen y se mete donde pensamos que no hay. El amor es así, vivo cambiante, flexible, lleno de vida y muerte. El amor tiene poder de destruir y construir. De llenar y destrozar. De sentir el más sublime deseo y las más bajas pasiones.

Así de repente como un aguacero de verano, apareció el amor. No llama ni se presenta, aparece sin más como un viejo amigo que sabe todo de nosotros.
Cuando vino no sabía si era amor. Nunca lo reconoces al principio.

Sin embargo, viene y se queda. A veces como un simple forastero, casi sin saludar. Otras, con ímpetu descarado. Es una fuerza transformadora como el cielo, que parece igual, pero está incompleto, en constante cambio, extraño que nos presenta cosas maravillosas. Ya estaban en nuestra vida pero eran banales, insignificantes, vulgares.

Después que el amor nos visita, como un pintor con los colores que de la nada aparece una obra extraordinaria, única, especial, deslumbrante, del mismo modo como un artista el amor nos modela. Modela nuestra visión, todo lo que vemos es mejor, más bello, más importante, más interesante, adquiere más color y textura. Nos modela, perfila, perfecciona nuestros talentos, esconde los grandes defectos. Cuan rico nos hace que nada nos para.

Sin querer después de presentarse, hay veces que se desvanece, fantasmal, dejándonos enfermos, soñolientos, aturdidos. El artista en su deseo desmedido de modelarnos, en su ímpetu por la luz nos deja caer, en la caída las cosas se vuelven borrosas e inconexas. El dolor nos aprisiona, el cielo se vuelve prisionero de nuestra alma y nosotros pequeños, insignificantes, quebrados en pedazos.

Pero el amor como todas las cosas bellas del mundo, creación de Dios, es absolutamente perfecto. No tiene detalles negros, ni aristas discordantes, ni notas cortantes. El amor es absolutamente rotundo.

Cuando vemos un amanecer dorado en el techo del mundo o un atardecer envolvente que nos atrapa con matices de color y su belleza natural. Cuando sentimos esa paz de lograr lo imposible. En esos momentos y, con total seguridad, en muchos otros que no me da tiempo a enumerar, ¿deseamos estar solos? no. El amor Fue creado para compartir. No hay amor en la soledad. No hay sentimientos sin un receptor. Compartir esos momentos es lo que hace el amor inolvidable. Y esos momentos eternos.

Por la eternidad el amor sobrevive. Hay días meses o años que se queda aletargado, invernando en su madriguera Sin moverse ni pestañear. Pensamos que nunca más volverá a aparecer ese amigo que nos hacía caricias en el alma, que besaba tiernamente nuestro corazón, pero como el invierno, todo se va, hasta el dolor que resquebrajo nuestro amor y paramos de sentir el viento.

Después del invierno todos sabemos que viene la primavera. Después del letargo el amor reaparece germinando como una planta con el primer rayo de sol, casi con miedo para que no lo pisemos, inquieto, como una danza. Poco a poco, despacio, la planta se abre y descubrimos la flor. El amor tanto tiempo escondido en su madriguera Abre los ojos de nuevo, se estira bosteza y nos saluda.

El amor vive en nuestros huesos, músculos y tendones, no podemos renunciarnos a el ni echarle de nuestras vidas. Sería como suicidarnos. Siempre aparece eterno.
El amor es la esencia de nuestros huesos. El ADN de nuestras células. No hace falta buscarlo porque está dentro de nosotros. Por eso, cuando dos personas se juntan y se dan la mano, ese toque fugaz, imanta sus cuerpos.
Porque el amor con el amor se reconoce, es imposible separarlo.
El amor llama a nuestra puerta, si la abrimos el amor nos hará sentir el viento cuando no haya.

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